Un gran acontecimiento nos aguardaba ayer por la mañana en casa. Madrugamos, nos vestimos de domingo, nos rellenamos con café (necesario tras apenas seis horitas de sueño), y partimos.
¡¡Por fin íbamos a IKEA!!
Yo ya tenía muchas ganas de ir, y más aún desde que supe que Rafalillo ya había ido y se había comprado su estantería Estrungen. Me entró la envidia, qué le vamos a hacer. A mí no me hacían falta estanterías, pero sólo por ir el viaje merecía la pena. Es como ir al extranjero.
Cuando estábamos llegando sólo temíamos encontrarnos el gran atasco que habían venido anunciando los primeros días que estuvo abierta la "tienda". Nuestros ojos examinaban el horizonte en busca de infinitas filas de coches transportando a familias resignadas, vestidas de domingo y rellenadas con café, que aguardaban impacientes su primera vez en esta colonia sueca. Sin embargo, nuestros rezos hicieron efecto: apenas hubo una filita de cuatro coches al entrar al aparcamiento.
Ingenuos de nosotros, no pensábamos que el gran atasco iba a ser humano, y que iba a localizarse en la entrada de la tienda. La cola para entrar era como esas de los parques temáticos/acuáticos, con barreras para que la fila vaya en zig-zag y muchas caras de agobio. Sólo faltaban los típicos cartelitos de "a partir de aquí le quedan 90 minutos de espera". Llegados a cierto punto de desesperación, los guardias de seguridad empezaron a repartir botellas de agua a las criaturas deshidratadas que osaban esperar, entre las que, por supuesto, nos encontrábamos nosotros. Al fin, cuando el guardia-armario de la entrada (¿también lo venderían dentro?) nos dejó pasar dentro de un grupo de diez personas (al estilo del pasaje del terror del tívoli), conseguimos entrar.
Como diría mi padre, para poder comprar en IKEA tienes que bailar la danza de la lluvia, como poco. Sólo tuve que coger una libretita, un lápiz, una cinta métrica, un bolso amarillo, un carrito para el bolso amarillo, un catálogo de préstamo y, por último, a mi padre, que se había quedado pillado en el centro del recinto con cara de susto. La mujer que vigilaba las escaleras mecánicas (porque en IKEA tienen personal para todo, excepto para atenderte dentro de la tienda) se rió al ver a mi padre. No sé si por pena, crueldad o simple costumbre le dijo "Bienvenido a la República Independiente de tu casa". Jé.
Cuando subimos las escaleras, por fin estábamos en la exposición. Un paraíso de sofás, estanterías, mesas y cojines se abría ante nuestros ojos. Una variedad de productos increíble, la muchedumbre apiñada, un fenómeno de masas. Al fin entrábamos allí: nos esperaba una jornada increíble, incluso puede que comiéramos en el gran restaurante.
A los cinco minutos, mi madre dijo: Yo ya me estoy hartando.
Yo barrunto que sería porque, realmente, a nosotros no nos hacían falta muebles. Pero, creedme, la primera conclusión seria que uno saca cuando va allí es que el 80% de los malagueños estaba viviendo en casas sin amueblar antes de la llegada de IKEA.
A mí lo que más me gustó fue lo de las mini-casas que tienen allí montadas. La primera era de 55 metros cuadrados, anunciada con un cartel que decía: nuestra solución. La solución consistía en un sofá para dos en una casa de tres, la lavadora encima del váter y una cama a cuatro centímetros del techo. Cojonudo. La siguiente mini-casa que tenían montada, más acorde con los últimos tiempos, era de 30 metros. Aquí ya había ciertas cosas que no podías permitirte, como por ejemplo: engordar. Si se te ocurre engordar medio quilo viviendo en esa casa te ocurre una cosa muy graciosa: ya no puedes ducharte. En serio, en la ducha esa “no se cabe”.
Pero bueno, no estuvo mal la cosa. Al final compramos unas cuantas cosas totalmente innecesarias, pero que estaban baratas. Era nuestra recompensa. También agradecimos que la música que tenían puesta fuera normal. Porque, ¿os imagináis todo el rato con la musiquilla esa de “esto no se toooca mira con esto no se jueeega...”?
Cuando salimos de allí (¡sí, se puede!), nos dimos cuenta de la gran distancia a la que habíamos aparcado el coche. No importó, porque mi padre se puso a cantar (mi padre es que canta mucho) una canción inventada, que decía algo así como:
"¡Qué felices somos! ¡Tenemos nuestro espejo Jaänden, nuestras cucharas de madera Haisên, y nuestra alfombra Raikkonnen! ¡¡¡LA VIDA ES BELLA!!!"
En fin... A mi padre en ironía no le gana nadie...