9 de julio de 2008

MCE

Voy subiendo las escaleras. Creo que he bebido demasiado, ya que frente a mí yace una puerta en horizontal. Conozco lugares con puertas al vacío, pero no con puertas dormidas. Aunque desde luego, lo más raro no es eso: unas escaleras desembocan junto a esa puerta, justo en la misma orientación, como si fuera yo el que estuviera doblado y no ellas. Puede que sea un efecto óptico, como el que me explicaron una vez en alguna parte. Un momento... No, no puede ser eso. Un camarero está bajando por esas escaleras, alzando en perfecto equilibrio una bandeja con una botella de champán. ¿Será eso lo que he estado bebiendo? No es probable, no tengo ese sabor en mis labios. Miro hacia la derecha (o lo que queda de ella), y acato la posibilidad de que me hayan drogado sin darme cuenta: veo una mesa colocada en vertical. Y no, no estoy tumbado. Pero los objetos sobre la mesa no se caen, como si la gravedad se hubiera olvidado de Newton o la masa por la velocidad de la luz al cuadrado no fuera igual a la energía. Qué diablos. Voy a intentar llegar hasta allí. Creo que tengo que subir las escaleras que quedan a mi izquierda, las mismas por las que baja el camarero doblado. Una sensación extraña se apodera de mi equilibrio cuando cambio la orientación: el mundo entero está girando para mí y de repente, como por ensalmo, lo que antes era el suelo ahora es la pared, y yo ni siquiera me he mareado. ¿Estaré muerto? No lo creo: seguramente una vez muerto no se pueden percibir olores. Y huele a pan. Pan recién hecho, entre otros alimentos que ahora mismo no distingo. La mesa que antes estaba colocada en la pared ahora descansa en el suelo, rodeada de comensales afanados en digerir sus platos. Tengo hambre. Voy a ver si me ofrecen algo de comer. Sólo cuando tenga la barriga llena podré preguntarme:

¿Dónde estoy?